viernes, 4 de noviembre de 2016

Alfred Marshall, probablemente el mejor economista de la Historia


Great Expectations, 1946. Foto original aquí
En 1859 una editorial del periódico británico Times comentaba que “noventa y nueve personas de cada cien no consiguen ‘salir adelante’ en la vida y están atadas por nacimiento, educación o circunstancias a una posición inferior, en la cual permanecen”.
De hecho, parece que el ascenso social solo era posible en la ficción literaria dickensiana (Grandes Esperanzas, 1861), en la cual un joven huérfano (Pip) pasaba de aprendiz en una herrería rural a socio en una compañía bursátil. A mediados de la década de 1860 (quiebra de la compañía Overend&Gurney: pánico financiero 1866) se produjo una importante crisis y depresión económica que en opinión del director del periódico Daily News, Robert Giffen, estaba afectando mayoritariamente a personas que habían trabajado, habían conseguido ahorrar y habían respetado la ley, y en algunos casos incluso habían hecho significativas aportaciones a instituciones benéficas. Casi de repente las construcciones marítimas y terrestres y una serie de quiebras dejaron a miles de personas sin empleo. En enero de 1867 Florence Nightingale (probablemente la persona que inspiró la creación de la Cruz Roja británica; más detalles aquí y aquí) escribía: “No es solo que hay 20,000 personas sin empleo en el East End, como han recogido todos los periódicos. Es que, en cada parroquia, los registros de la Ley de Pobres registran dos y hasta cinco veces más nombres de lo habitual. Es que todos los hospicios están funcionando como hospitales. Es que las escuelas se caen de viejas, no pueden dar una comida al día y corren el peligro de cerrar. Y todo esto sucede en Marylebone, en Saint Pancras, en el Strand y en el sur de Londres”.


HarpWeek: British Reform Bill of 1867
John Ruskin, un historiador del arte bastante popular durante la época, se refería a la economía política como “esa ciencia bastarda”. Es más, tras una huelga de albañiles en 1869 manifestó: “Los economistas políticos son inútiles… y prácticamente mudos; no pueden ofrecer ninguna solución demostrable contra las dificultades, nada que pueda convencer o calmar a las partes en conflicto”. Durante la década de 1860, socialistas y comunistas empezaron a abanderar propuestas para revertir la situación socio-económica. En principio, ser socialista implicaba cierta preocupación por las reformas sociales y/o la pertenencia a alguna asociación de cooperación comunitaria. Por su parte, la etiqueta de comunista se aplicaba a cualquiera que creyera que la única vía para reformar la situación consistía en derribar el sistema capitalista basado en la propiedad privada y la competencia. Desde el poder, ante la ausencia de soluciones económicas se optaron por reformas sociales. La Ley de Reforma de 1867 convirtió a Inglaterra de facto en una democracia: multiplicó por dos el electorado al hacer extensivos los derechos de sufragio a unos 888,000 varones adultos, la mayoría artesanos y tenderos, que pagaran como mínimo 10 libras al año en alquileres o en impuestos sobre la propiedad. La ley introdujo a las clases trabajadoras en el sistema político y consolidó la idea de que la democracia era la única forma de gobierno aceptable. Todavía era una democracia imperfecta ya que más de tres millones de operarios fabriles, obreros de la construcción y jornaleros agrícolas y toda la población femenina no podían votar.

Con la extensión del sufragio a los varones de clase trabajadora, los partidos políticos empezaron a cotejar el voto obrero. Sin embargo, siempre que se planteaba una reforma (por ejemplo, el aumento salarial a los jornaleros agrícolas o la asistencia para pobres), se recurría a la economía política para alegar que un aumento salarial o cualquier tipo de cambio frenarían el crecimiento económico. El propio Mill -miembro del partido radical, socialista y defensor del derecho obrero a sindicarse y realizar huelga- veía negros nubarrones, al igual que Ricardo o Marx, para las clases trabajadoras. Las razones del pesimismo de Mill se apoyaban en su teoría del “Fondo de Salarios”. Según esta teoría, la cantidad de recursos disponibles para pagar los salarios es finita. Esto implica que cuando este fondo se agota, no hay forma de incrementar el nivel de los salarios. Veamos el siguiente ejemplo. Si un grupo de trabajadores podía obtener salarios más altos, era costa de que el resto de trabajadores cobrara salarios más bajos. Si los sindicatos conseguían un aumento salarial que superase el nivel marcado por el fondo de salarios, el resultado sería más desempleo. Si el Estado intervenía imponiendo impuestos a los ricos para subvencionar los salarios, la población trabajadora aumentaría. Esto produciría más desempleo y una subida fiscal aún mayor. Además, el recurso a los impuestos para subvencionar los salarios reduciría la eficiencia de la mano de obra, ya que eliminaría la competencia y el temor al desempleo. Mill advirtió que, al final, los impuestos para apoyar a los pobres absorberían la renta total de un país.

Sin embargo, el desarrollo del ferrocarril, el barco a vapor y el telar mecánico mostraban que la sociedad estaba muy lejos de alcanzar los límites naturales del crecimiento. De hecho, los salarios medios estaban subiendo y los emigrantes estaban prosperando (en particular en EEUU). Además una clase media formada por artesanos cualificados y empleados administrativos estaba ascendiendo socialmente en la propia Inglaterra. Los economistas y la sociedad en general se preguntaban si existía algún mecanismo capaz de elevar el nivel salarial que permitiera llevar una vida de clase media. E igualmente ansiaban saber qué tipo de reformas podían introducirse para mantener la estructura social de la época.


Marshall en 1892. NY Times
En este contexto, Alfred Marshall (1842-1924) (más información aquí, aquí, aquí y aquí) un joven matemático menor de 25 años -fellow del Saint John’s College de Cambridge- decidió adoptar la pobreza como tema de estudio tras el pánico financiero de 1866. La metamorfosis de Marshall, que pasó de ser un estudiante pálido, nervioso, mal alimentado y mal vestido a ser profesor en Cambridge fue tan sorprendente como la del héroe dickensiano Pip. Tímido y sin demasiados amigos, Marshall resultó ser un genio para las matemáticas, materia que su padre despreciaba. Su segundo puesto en los exámenes de Cambridge conocidos como “Tripos de Matemáticas” le supusieron 5,000 libras (aproximadamente 500,000 dólares actuales) y un puesto vitalicio de fellow. Esto le dio derecho a vivir en el propio college y a recibir una remuneración de otras 2,500 libras por dar clases y preparar a los estudiantes. De vuelta a Cambridge en octubre de 1867, Marshall recibió el inestimable apoyo intelectual de Sidgwick que le permitió abrirse a los avances de la metafísica alemana, la biología evolucionista y la psicología. A Marshall le interesaba sobremanera la idea hegeliana de que las personas deben actuar según su conciencia y no por una ciega obediencia a la autoridad. Los cursos de Marshall se centraban en la paradoja y problemática que absorbía el pensamiento de la sociedad de entonces (por cierto, no muy diferente de lo que ocurre en la actualidad): la existencia de la pobreza en medio de la abundancia. Planteaba sus clases a base de preguntas: ¿por qué la Revolución Industrial no había liberado a las clases trabajadoras de la miseria y el vicio? ¿Qué grado de mejora era posible introducir manteniendo la estructura social existente, basada en la propiedad privada y la competencia?

Marshall, al igual que Mill, pensaba que la Revolución Industrial no le había proporcionado las condiciones materiales necesarias para llevar una vida mejor. “Uno pensaría que nuestro rápido avance en la ciencia y las artes de la producción debería haber evitado en gran medida el sacrificio de los intereses del trabajador en aras de los intereses de la producción. […] Y no ha sido así”. Marshall afirmaba que la causa principal de la pobreza eran los bajos salarios, pero ¿qué hacía que los salarios fueran bajos? Los radicales pensaban que la culpa era la codicia de los empresarios, mientras que los malthusianos lo atribuían a las debilidades morales de los pobres. Marshall apuntó una respuesta diferente: la baja productividad.

Los argumentos de Marshall se basaban en que los trabajadores cualificados estaban ganando dos, tres y hasta cuatro veces más que los trabajadores no cualificados (esto echaba por tierra las previsiones marxistas, para quienes un sistema competitivo haría converger en un nivel próximo al de subsistencia los salarios de los obreros cualificados y no cualificados). El hecho de que los empresarios pagasen más a las personas con mejor formación o experiencia implicaba que los salarios dependían de la aportación del trabajador al rendimiento real. Dicho de otra forma, si la tecnología, la educación y las mejoras organizativas incrementaban la productividad, los ingresos de los trabajadores también subirían y por consiguiente reducirían sustancialmente la pobreza. Para Marshall la reducción de la pobreza requería ampliar la producción y aumentar la eficiencia; es decir, exigía crecimiento económico.

Lo que hacía falta era fomentar la actividad y la iniciativa en lugar de resignarse. En otras palabras, “el mejor remedio contra los salarios bajos es una mejor educación”. Marshall veía la educación como un instrumento crucial en la lucha contra la injusticia social. “Educar (en el sentido más general) a los trabajadores ineficaces o no cualificados para que dejen de serlo. Por otra parte, si el número de trabajadores sin cualificar disminuyera, quienes desempeñaran trabajos sin cualificación tendrían que ser remunerados con buenos sueldos. Si la producción total no aumenta, estos sueldos adicionales tendrían que financiarse a costa del capital y de la remuneración de otros trabajos de mayor categoría. […] Pero si la disminución de la mano de obra no cualificada se consigue aumentando la eficacia de la misma, la producción aumentará, y habrá un fondo más amplio para repartir”. Asimismo no se oponía a los sindicatos ni a algunas reformas bastante radicales, como la reforma del sistema de propiedad de la tierra o la introducción de impuestos progresivos. Simplemente, señalaba que ninguna de estas medidas podía producir “más medios de sustento”. Para ello hacía falta “competencia”, tiempo y la cooperación de todos los estamentos de la sociedad, el Estado y los propios pobres.

Mary Paley Marshall (1850-1944) (original aquí)
Al igual que otros admiradores del libro de Mill “El sometimiento de las Mujer” (1869) consideraba que las mujeres ilustradas constituían un agente de cambio social importantísimo. Marshall era muy sensible a las dificultades de las mujeres que no podían desarrollar su intelecto y lamentaba que la sociedad se perdiera sus talentos. En este sentido, impartía clases universitarias para mujeres, aceptaba supervisar sus exámenes gratuitamente e incluso financiaba de su propio bolsillo un concurso de artículos de economía para estudiantes femeninas.

En definitiva, Marshall estaba apuntalando las bases de su nueva teoría económica, que se apartaba de las doctrinas liberales de Smith, Ricardo o Mill pero también del cada vez más influyente Marx. Pensaba que el principal error de los economistas anteriores había sido ignorar que el hombre es hijo de las circunstancias y que, si las circunstancias cambian es probable que el hombre también cambie: “En mi opinión, en el mundo hay pocas cosas que encierren una mayor capacidad poética que la tabla de multiplicar. […] Si podemos hacer crecer el capital mental y moral a un ritmo anual determinado, no habrá límite en los avances que se podrán obtener; si podemos insuflarle la fuerza vital que permitirá aplicar la tabla de multiplicar, será una pequeña semilla que irá creciendo hasta convertirse en un árbol de altura colosal”. Sin embargo, negó que la economía política pudiera orientar decisiones basadas en principios morales, ya que esto era tarea de su hermana, la ciencia de la ética. En uno de sus artículos para el Bee-Hive aseguró: “Se comete un abuso contra la economía política cuando se le pide que sea una guía para la vida. Cuanto más la estudiamos, más vemos que hay circunstancias en las que el interés material de una persona no se sitúa en la misma línea que el bienestar general”. Marshall había conseguido demostrar por qué el mercado laboral no siempre posibilita salarios justos y por qué la actividad de los sindicatos puede traer más eficacia, además de equidad.

“Lo que yo quería ver allí es la historia del futuro”: Marshall en EEUU

Marshall quería saber adónde llevaba el crecimiento industrial y la globalización del comercio y por esa razón viajó a los EEUU. En el país norteamericano visitó iglesias, salones de tertulia (sobre todo en Boston), discutió con destacados intelectuales norteamericanos, se interesó por las comunas de los shakers (los discípulos de Robert Owen, en Nueva Inglaterra)… pero sobre todo se dedicó a recorrer fábricas de este a oeste. De hecho, usó la recién estrenada línea ferroviaria transcontinental (Union Pacific) para llegar a San Francisco.

Waltham Watch Factory, MA. Original aquí
Marshall se sorprendió de la facilidad del estadounidense para abandonar a su familia y amigos y trasladarse a otra ciudad, cambiar de ocupación y de negocio o incluso adoptar otras maneras de hacer las cosas. “Si alguien empieza en el negocio del calzado, y no gana dinero cuando cree que debería, puede pasarse, por ejemplo, durante unos años, al comercio de comestibles y luego al de libros o al de relojes o al de cereales”. De todas las instituciones sociales, la empresa era la más importante y la que más influía en la mentalidad de los norteamericanos. La empresa no era solo la principal creadora de riqueza de EEUU, sino el agente de cambio social más importante y un incentivo muy fuerte para las personas con talento. Una de las cosas que más impresionó a Marshall en sus viajes por las fábricas fue el hecho de que los gerentes estuvieran introduciendo continuamente pequeñas mejoras y que los trabajadores también trataran de adquirir habilidades útiles y buscar mejores oportunidades. Unos y otros parecían obsesionados con sacar el máximo partido de los recursos a su alcance. También apreció la independencia de los jóvenes: “Los muchachos norteamericanos […] detestan ser aprendices. […] En general, el mero hecho de verse atados a un oficio en particular basta para inspirar en la juventud norteamericana la idea de que en cuanto puedan se dedicarán a otra cosa”. La ausencia de rígidas distinciones de clase era otra de las cosas que le gustaban. Marshall estaba especialmente interesado, no tanto en los avances materiales y tecnológicos, sino más bien en sus consecuencias sobre el comportamiento y el pensamiento de las personas. ¿Hasta qué punto las decisiones individuales podían contribuir al bien social? Para contestar a esta pregunta, Marshall distinguió entre dos tipos de educación moral. Una era la propia de Inglaterra, es decir, según él, “la formación pacífica del carácter, en armonía con las condiciones que lo rodean, de manera que una persona […] sin hacer un esfuerzo moral consciente, se ve impelida en una trayectoria que armoniza con las acciones, las simpatías y los intereses de la sociedad en la cual desarrolla su vida”. En Estados Unidos, en cambio, la movilidad había creado una segunda vía para la evolución moral: “la educación de una voluntad firme por medio de la superación de las dificultades, una voluntad que somete cada acción en particular al juicio de la razón”.

Preparando “Economía Industrial” (1879) y sus “Principios de Economía” (1890: los economistas deberían investigar la historia; la historia del pasado y la historia, más accesible, del presente (Marshall)

En 1877 se trasladó a un college de Bristol junto a su esposa Mary Paley, una de sus antiguas alumnas y fiel colaboradora de su libro “Economía Industrial”. Marshall siempre afirmó que la lectura de Marx le había convencido de que “los economistas deberían investigar la historia; la historia del pasado y la historia, más accesible, del presente”. No obstante, fueron Dickens y Mayhew quienes le animaron a visitar las fábricas y los barrios industriales para hablar con empresarios, gerentes, sindicalistas y obreros. Marshall estaba plenamente convencido de que necesitaba combinar teoría, historia y datos estadísticos para formular una teoría económica sólida. Se propuso estudiar de forma concienzuda los rasgos característicos de los principales sectores industriales, de tal forma que recopiló datos sobre el salario promedio de cada ocupación y nivel de cualificación. Marshall se embarcó en una vorágine frenética de trabajo: estudió exhaustivamente el funcionamiento de las empresas de propiedad familiar (no tanto en las modernas sociedades por acciones); participó en varias comisiones y asociaciones científicas; pertenecía a la junta de una entidad benéfica londinense; se escribía con varios científicos; y finalmente, con la activa colaboración con Mary, dedicaba varias semanas cada verano al trabajo de campo.

Wiley empresa editorial, c. 1870s (original aquí)
Marshall sentía un profundo respeto tanto por el empresario como al obrero. Carlyle, Marx y Mill consideraban que la producción industrial era una necesidad incómoda, que el trabajo era degradante y extenuante; los empresarios, hipócritas y codiciosos, y la vida urbana, inmunda. Mill consideraba el comunismo superior a la competencia en todos los aspectos salvo dos (la motivación y la tolerancia con la excentricidad) y aspiraba a la instauración de un estado socialista en un futuro no muy lejano. Pero ninguno de estos intelectuales conocía el mundo de la industria y los negocios como empezaba a conocerlos Marshall. Aunque Dickens está considerado el cronista por excelencia de la Revolución Industrial, las pocas escenas fabriles que aparecen en sus libros son poco verosímiles. De forma análoga, en “El Capital” el entorno fabril se describe de forma similar a los pasajes dickensianos pero sin tanto detalle, debido a que Marx nunca visitó una fábrica. La descripción que realizó Marshall de las fábricas y la vida industrial fue más variada, detallada y matizada. Dedicó horas a la observación, documentando las técnicas manufactureras, los niveles de remuneración y los esquemas de trabajo. Preguntó a todo tipo de personas, desde el propietario hasta los capataces o los obreros que estaban en el taller.

Para Dickens o Marx, la función de las empresas era controlar o explotar al trabajador. Para Mill, su función era enriquecer a los dueños. Para Marshall, la empresa no era una cárcel, y ni mucho menos dirigir una empresa implicaba controlar a presos. Competir por los clientes (o los trabajadores) exigía algo más que repetición ciega. Las empresas estudiadas por Marshall habían tenido que evolucionar para sobrevivir. Evidentemente, Marshall no negaba que los empresarios persiguieran el beneficio. Lo que trataba de demostrar era que, para que estos beneficios fueran competitivos, las empresas debían generar réditos suficientes, de forma que aún quedara algo después de pagar a los obreros, los gerentes, los proveedores, los propietarios de los locales, el fisco, etc. Para ello, los empresarios tenían que buscar continuamente la manera de conseguir un poco más con los mismos o con menos recursos. Es decir, el aumento de la productividad, un factor que influía a largo plazo en los salarios era un resultado de la competencia. Esto es precisamente lo que descartaban Mill y los demás fundadores de la Economía Política. Según estos autores, las mejoras en la productividad no aportaban apenas ningún beneficio a las clases trabajadoras.

A largo plazo, la competencia obligaba a las empresas a elevar a productividad para seguir siendo rentables, y obligaba a los empresarios a compartir los frutos de sus esfuerzos con gerentes y empleados, vía salarios más elevados, y con los clientes (consumidores), en forma de productos de mayor calidad o más baratos. Los datos confirmaban que Marshall tenía razón. De hecho, el porcentaje que representaban los salarios en el PIB –la renta anual del país, incluyendo salarios, beneficios, intereses e ingresos de los empresarios- no estaba bajando sino que subía, y lo mismo sucedía con el nivel de los salarios y los gastos de consumo de la clase trabajadora. Esto venía sucediendo prácticamente sin interrupción desde 1848, año en que se publicaron los Principios de Economía Política de Mill y el Manifiesto Comunista.

La implicación de que la empresa era el motor que elevaba los salarios y el nivel de vida chocaba con el pensamiento de los intelectuales de la época, en líneas generales contrarios a la empresa. Ni siquiera Smith, que acuñó su famosísima metáfora de la mano invisible -los productores acaban beneficiando a los consumidores sin pretenderlo- para describir las ventajas de la competencia, insinuó que el cometido de carnicerías, panaderías, zapaterías o compañías bursátiles fuera elevar el nivel de vida. De forma idéntica Marx, pese a reconocer que los proyectos empresariales tenían una influencia en el cambio tecnológico y en el aumento de la productividad, nunca concibió que pudieran proporcionar los medios para que la humanidad se liberase de la pobreza. Para Marshall como cita en su “Economía Industrial”: “El principal fallo de los economistas ingleses de principios de este siglo no fue el no tener en cuenta la historia o la estadística. […] Fue el hecho de ver al hombre como una constante, por decirlo de algún modo, y no preocuparse demasiado por estudiar sus variaciones. Por eso atribuyeron a las fuerzas de la oferta y la demanda una influencia mucho más mecánica y regular de la que tienen en realidad. Ahora bien, su error más crucial fue no ver en qué grado están sujetos al cambio las instituciones y los hábitos de la industria”.

Residentes barrio de chabolas en Chicago. NY Times
En 1890 se publicaron los Principios de Economía de Marshall (versión española aquí) que le consagraron como líder intelectual y una autoridad a la que acudía el gobierno cuando necesitaba consejo. Su publicación coincidió con un periodo de crisis financiera y económica (pánico financiero de 1893; Gran Depresión de 1893), que conllevaron un auge del radicalismo y un aumento de las reivindicaciones que demandaban nuevas reformas sociales. Al mismo tiempo, aumentó el escepticismo sobre los beneficios que podía aportar el crecimiento económico a la mayoría de los ciudadanos. Los Principios de Marshall mostraban el rechazo de su autor al socialismo, su defensa del sistema basado en la propiedad privada y en la libre competencia y el optimismo con el que contemplaba la imprevisibilidad de las circunstancias que rodean al ser humano. En su opinión, con el aumento de la riqueza no aumentó la pobreza. Citando datos estadísticos compilados por su esposa y él mismo, Marshall aseguró que solo el “estrato ínfimo” de las clases trabajadoras estaba empeorando su nivel de vida. Además este grupo social era bastante más pequeño que a principios de siglo –menos de la mitad, en proporción a la población total-. En cuanto a la clase obrera en su conjunto, su poder adquisitivo se había triplicado. “Casi la mitad de la renta total de Inglaterra corresponde a las clases trabajadoras… gran parte de todos los beneficios derivados de los progresos de la invención les corresponde a ellos” […] “En ningún lugar del mundo, salvo en los nuevos países, las clases trabajadoras están tan bien como en Inglaterra”. Como reclamaba Dickens, Marshall había dado a la teoría económica una base más sólida y científica que humanizaba la disciplina y le proporcionaba “cierta frescura y un poco de calidez humanas”.

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Una última recomendación, leed el obituario (The Economic Journal 34, nº 135, pp. 311-72) que escribió Keynes sobre Alfred Marshall en 1924. Imprescindible.

ADVERTENCIA
Esta entrada es un texto adaptado, resumido y copiado con fines docentes del capítulo 2 (¿Tiene que haber proletariado? El santo patrón de Marshall) del excelente libro de Sylvia Nasar: La Gran Búsqueda. Una Historia de la Economía

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