La I Guerra Mundial precipitó los acontecimientos en la Rusia zarista, de tal forma que las manifestaciones pacíficas de sus ciudadanos -cada vez más hambrientos- fueron in crescendo al tiempo que las represiones se volvían más agresivas. El detonante se produjo el 23 de febrero de 1917 cuando en el día de la mujer trabajadora miles de mujeres campesinas, estudiantes y trabajadoras en Petrogrado (actual San Petersburgo, antigua Leningrado, y capital de Rusia entre 1712 y 1918) se manifestaron básicamente para pedir pan. Esta revolución espontánea ha pasado a la historia como la Revolución de Febrero y significó el comienzo de la Revolución Rusa (más detalles aquí, aquí y aquí). En marzo de 1917, el líder socialista Kerenski (obituario del NY Times aquí) entró en la Duma (Parlamento) y encarceló a los ministros del zar Nicolás II (más aquí). Obligado por los acontecimientos, el 15 de marzo de 1917 se produjo la abdicación del zar. Opuestos al zarismo había tres grandes partidos: (i) el partido Cadete (liderado por Miliukov, estaba apoyado por la clase media ilustrada y pasó a denominarse burgués republicano después de la caída del zar); (ii) el partido socialista revolucionario (liderado por Víctor Chernov y partidarios del socialismo agrario); y, (iii) el partido socialista que a su vez estaba dividido entre mencheviques (liderados por Yuli Mártov, identificados como socialistas y partidarios de la democracia y el liberalismo) y bolcheviques (liderados por Lenin (más aquí) y Trotski (más aquí), identificados como comunistas y partidarios de la dictadura del proletariado).
Aleksander Kerensky, c. 1917 |
El presidente del Gobierno Provisional, Kerenski, tuvo que hacer frente a numerosos desafíos relacionados con el mantenimiento de Rusia en el bando aliado durante la I GM. En principio, el presidente norteamericano Wilson reconoció al Gobierno Provisional ruso el 9 de marzo de 1917. A continuación, lo hicieron los distintos países aliados. El 27 de marzo de 1917, Lenin inició desde Zúrich su vuelta a Rusia en un tren sellado que el Estado Mayor alemán dejó circular sin inspecciones de ningún tipo (sobre El tren de Lenin: libro aquí; película aquí y aquí; audio aquí). ¿Por qué? Muy sencillo: Lenin estaba dispuesto a sacar a Rusia de la guerra, acción que podía decantar la guerra a favor de Alemania al tener que concentrarse únicamente en el frente occidental (tratado de Brest-Litovsk). En la noche del 3 de abril de 1917 Lenin llegó a Petrogrado. Durante el mes de abril las tensiones entre el Gobierno Provisional (a favor de continuar en la guerra junto al bando aliado) y el sóviet de Petrogrado fueron continuas. El 4 de julio de 1917 el Gobierno Provisional consiguió evitar un golpe de estado bolchevique al filtrarse en la prensa su colaboración con Alemania. Dos días después el Gobierno ordenó la detención de Lenin. El 9 de agosto de 1917 se fijaron elecciones a la asamblea constituyente para el 12 de noviembre. Aunque en septiembre de 1917 pudo sofocar el golpe de estado de Kornílov, no pudo hacer lo mismo con los bolcheviques. En la mañana del 25 de octubre de 1917 comenzó la denominada Revolución de Octubre: el Palacio de Invierno es atacado y Kerenski se ve obligado a escapar de Petrogrado. Una vez en el poder, el partido bolchevique perdió de forma sorprendente las elecciones a la Asamblea Constituyente en noviembre de 1917, las cuales fueron ganadas por el partido socialista revolucionario (Víctor Chernov). La Guerra Civil Rusa estaba servida. Entre 1917 y 1923, el gobierno bolchevique se enfrentó a militares zaristas partidarios de la monarquía (tal vez, el más conocido fuera Kolchack al frente del Ejército Blanco), a liberales y a socialistas (mencheviques y socialistas revolucionarios) contrarios a los bolcheviques.
Original aquí |
A continuación, os reproduzco algunos pasajes del excelente libro “Lo que ha quedado del Imperio de los Zares”, en el cual Manuel Chaves Nogales entrevista a Alexander Kerenski (pp. 86-100).
“La noche anterior estuve trabajando en mis asuntos de abogacía hasta muy tarde. Sin embargo, a las ocho de la mañana de aquel día -el lunes 11 de marzo de 1917- mi mujer entró a despertarme, y me dijo: Levántate; el zar ha disuelto la Duma y el regimiento de Volinski se ha sublevado”.
Mientras me vestía y desayunaba me puse en comunicación telefónica con varios amigos políticos, a los que pedí que se dirigiesen a los cuarteles y procurasen arrastrar a los soldados sublevados hacia el palacio de la Duma. Abracé a mi mujer, y salí. En la calle me sentí transfigurado, sacudido por una vibración extraordinaria; al avanzar me parecía que caminaba hacia una nueva vida.
(…) Fueron cuatro días terribles. Cuatro días sin dormir ni comer; cuatro días en los que permanecimos ajenos a todo lo que fuese el peligro que corría nuestra Patria, debatiéndose en el caos y la sangre.
Era el momento de la temeridad y de las grandes inspiraciones. El levantamiento espontáneo de la guarnición de Petrogrado mostraba a los ojos de todos que Rusia se había colocado al borde del abismo. En la Duma, los diputados veían pasar las horas y precipitarse los acontecimientos sin acertar a intervenir.
Aquel mismo día los periodistas me pidieron permiso para publicar una hoja con las últimas noticias de la revolución. Al firmarlo no pude menos de sonreírme.
-¿Por qué sonríe usted, Alejandro Feodorovitch? -me dijo un repórter-. ¿No sabe que a estas horas es usted omnipotente en Rusia?
En aquel momento creí que aquellas palabras eran una adulación sin importancia.
(Varios años después en París, c. 1930 …)
Alejandro Feodorovitch Kerenski me ha recibido y me habla en su despachito de redactor-jefe del periódico Dní -El Día-, que publica en París. Es un saloncito incómodo, descuidado y con muebles viejos, que revela ostensiblemente ese desdén por el confort, característico de los rusos intelectuales. En la pieza inmediata, su secretaria -una mujer fea y con lentes- teclea en una máquina de escribir monstruosa, y un hombre -el secretario de redacción- pega las fajas a los ejemplares del periodiquito que acaban de traer de la imprenta. En los rincones de la pieza hay esas colillas de emboquillados y esas cortezas de limón que señalan la presencia de rusos en un lugar. Todo tiene un aire viejo y sórdido. Esa pobreza me ha traído a las mientes aquellas letrillas calumniosas para Kerenski, que los bolcheviques difundieron y que yo mismo he oído cantar en Rusia diez años más tarde:
Toda la noche estuvo Kerenski
llevándose en barcas el oro robado a Rusia,
y cargó tanto la última barca
que se hundió por el mucho peso y lo perdió todo.
El abogado Kerenski se ha ido a América,
donde va a poner molinos
para moler el oro que se llevó de Rusia
Alejandro Kerenski vive pobremente; como un humilde y obscuro periodista; peor seguramente que cualquier redactor-jefe de un periódico de provincias. He aquí en lo que ha parado aquel hombre que fue un momento omnipotente, dictador de Rusia, generalísimo de sus ejércitos de mar y tierra; el hombre que tuvo prisionero al zar…
“La noche anterior estuve trabajando en mis asuntos de abogacía hasta muy tarde. Sin embargo, a las ocho de la mañana de aquel día -el lunes 11 de marzo de 1917- mi mujer entró a despertarme, y me dijo: Levántate; el zar ha disuelto la Duma y el regimiento de Volinski se ha sublevado”.
Mientras me vestía y desayunaba me puse en comunicación telefónica con varios amigos políticos, a los que pedí que se dirigiesen a los cuarteles y procurasen arrastrar a los soldados sublevados hacia el palacio de la Duma. Abracé a mi mujer, y salí. En la calle me sentí transfigurado, sacudido por una vibración extraordinaria; al avanzar me parecía que caminaba hacia una nueva vida.
(…) Fueron cuatro días terribles. Cuatro días sin dormir ni comer; cuatro días en los que permanecimos ajenos a todo lo que fuese el peligro que corría nuestra Patria, debatiéndose en el caos y la sangre.
Era el momento de la temeridad y de las grandes inspiraciones. El levantamiento espontáneo de la guarnición de Petrogrado mostraba a los ojos de todos que Rusia se había colocado al borde del abismo. En la Duma, los diputados veían pasar las horas y precipitarse los acontecimientos sin acertar a intervenir.
Aquel mismo día los periodistas me pidieron permiso para publicar una hoja con las últimas noticias de la revolución. Al firmarlo no pude menos de sonreírme.
-¿Por qué sonríe usted, Alejandro Feodorovitch? -me dijo un repórter-. ¿No sabe que a estas horas es usted omnipotente en Rusia?
En aquel momento creí que aquellas palabras eran una adulación sin importancia.
(Varios años después en París, c. 1930 …)
Alejandro Feodorovitch Kerenski me ha recibido y me habla en su despachito de redactor-jefe del periódico Dní -El Día-, que publica en París. Es un saloncito incómodo, descuidado y con muebles viejos, que revela ostensiblemente ese desdén por el confort, característico de los rusos intelectuales. En la pieza inmediata, su secretaria -una mujer fea y con lentes- teclea en una máquina de escribir monstruosa, y un hombre -el secretario de redacción- pega las fajas a los ejemplares del periodiquito que acaban de traer de la imprenta. En los rincones de la pieza hay esas colillas de emboquillados y esas cortezas de limón que señalan la presencia de rusos en un lugar. Todo tiene un aire viejo y sórdido. Esa pobreza me ha traído a las mientes aquellas letrillas calumniosas para Kerenski, que los bolcheviques difundieron y que yo mismo he oído cantar en Rusia diez años más tarde:
Toda la noche estuvo Kerenski
llevándose en barcas el oro robado a Rusia,
y cargó tanto la última barca
que se hundió por el mucho peso y lo perdió todo.
El abogado Kerenski se ha ido a América,
donde va a poner molinos
para moler el oro que se llevó de Rusia
Alejandro Kerenski vive pobremente; como un humilde y obscuro periodista; peor seguramente que cualquier redactor-jefe de un periódico de provincias. He aquí en lo que ha parado aquel hombre que fue un momento omnipotente, dictador de Rusia, generalísimo de sus ejércitos de mar y tierra; el hombre que tuvo prisionero al zar…
(...) -Yo, que me negué a ser el Marat de la revolución rusa, tuve, como ministro de Justicia del Gobierno provisional, que convertirme en su carcelero. Dispuse la prisión del zar y de su familia, y desde el primer momento me encargué de los ex ministros y altos dignatarios de la Corte capturados por el pueblo sublevado. Hice personalmente la detención del impotente Scheglotinov, a quien nadie se atrevía a poner la mano encima; de Makarov, el ministro que había fusilado a centenares de obreros, y del que hasta el día anterior había sido jefe del Gobierno, el terrible Protopopov, que vino en persona a ponerse bajo mi ptotección.
(…) En cuanto al zar… Yo había detestado siempre al zar; alguna vez dije que la única sentencia de muerte que me atrevería a firmar sería la de Nicolás II. Pero ahora… Le encontraba impotente, desgraciado, abandonado por aquellos a quienes había colmado de favores… Quise verle. (…) Nicolás II me dijo, estrechándome la mano: “Yo y los míos tenemos fe en usted”.
(…) Los bolcheviques, capitaneados por Lenin, atacaron al Gobierno de Kerenski, que se obstinaba en hacer frente a sus compromisos europeos y en continuar la guerra. Lenin y los suyos arrastraban a las masas gritándoles: “El pan, la paz, la libertad”. “¡Abajo los diez ministros burgueses!”.
Kerenski tuvo que dar batalla a los bolcheviques. La dio y la ganó. Pero se negó a firmar una sola sentencia de muerte. Si en aquel momento Kerenski hace ejecutar a Lenin y Trotski, a los que tuvo en sus manos, la historia de Rusia hubiese cambiado radicalmente.
-No me arrepiento -dice ahora Kerenski-. No quise manchar la revolución con sangre.
En octubre, los bolcheviques volvieron a la ofensiva y prepararon el golpe de estado. Las fuerzas de la derecha, después del fracaso de la tentativa reaccionaria de Kornilov, dejaron solo a Kerenski. Los jefes militares le hicieron traición. Una idea fija se había apoderado de ellos: “Sin Kerenski, será fácil después acabar con los bolcheviques y establecer un Gobierno fuerte”. Kerenski fue al Consejo de la República y denunció la inminencia del golpe de Estado de Lenin, pero el Consejo de la República, en vez de actuar enérgicamente, se empeñó en una discusión bizantina de muchas horas, alimentada por oradores farragosos mandatarios de Lenin, que tenían la misión de hacer perder un tiempo precioso al Gobierno. Mientras, los destacamentos bolcheviques, se fueron apoderando aquella madrugada de todos los centros oficiales, incluso de la Central de Correos y Telégrafos. Al amanecer, Kerenski se encontró solo en el Palacio de Invierno, rodeado de oficiales, en cuyos ojos se leía la traición, y defendido únicamente por un batallón de mujeres y por los alumnos de las Escuelas militares.
(…) Cuando volví sobre Petrogrado no contaba más que con quinientos o seiscientos cosacos y algunas piezas de artillería. La actitud de los cosacos era además sospechosa. (…) Los bolcheviques habían enviado emisarios a los cosacos con la promesa de que les dejarían volver libremente a sus hogares si me entregaban. (…) Las ratas abandonan los buques que van a hundirse. Un silencio de muerte reinó en torno mío durante toda la noche.
P.D. En el siguiente enlace proporcionado por la editorial Cambridge University Press se pueden encontrar las últimas novedades bibliográficas sobre la Revolución Rusa.
(…) En cuanto al zar… Yo había detestado siempre al zar; alguna vez dije que la única sentencia de muerte que me atrevería a firmar sería la de Nicolás II. Pero ahora… Le encontraba impotente, desgraciado, abandonado por aquellos a quienes había colmado de favores… Quise verle. (…) Nicolás II me dijo, estrechándome la mano: “Yo y los míos tenemos fe en usted”.
(…) Los bolcheviques, capitaneados por Lenin, atacaron al Gobierno de Kerenski, que se obstinaba en hacer frente a sus compromisos europeos y en continuar la guerra. Lenin y los suyos arrastraban a las masas gritándoles: “El pan, la paz, la libertad”. “¡Abajo los diez ministros burgueses!”.
Kerenski tuvo que dar batalla a los bolcheviques. La dio y la ganó. Pero se negó a firmar una sola sentencia de muerte. Si en aquel momento Kerenski hace ejecutar a Lenin y Trotski, a los que tuvo en sus manos, la historia de Rusia hubiese cambiado radicalmente.
-No me arrepiento -dice ahora Kerenski-. No quise manchar la revolución con sangre.
En octubre, los bolcheviques volvieron a la ofensiva y prepararon el golpe de estado. Las fuerzas de la derecha, después del fracaso de la tentativa reaccionaria de Kornilov, dejaron solo a Kerenski. Los jefes militares le hicieron traición. Una idea fija se había apoderado de ellos: “Sin Kerenski, será fácil después acabar con los bolcheviques y establecer un Gobierno fuerte”. Kerenski fue al Consejo de la República y denunció la inminencia del golpe de Estado de Lenin, pero el Consejo de la República, en vez de actuar enérgicamente, se empeñó en una discusión bizantina de muchas horas, alimentada por oradores farragosos mandatarios de Lenin, que tenían la misión de hacer perder un tiempo precioso al Gobierno. Mientras, los destacamentos bolcheviques, se fueron apoderando aquella madrugada de todos los centros oficiales, incluso de la Central de Correos y Telégrafos. Al amanecer, Kerenski se encontró solo en el Palacio de Invierno, rodeado de oficiales, en cuyos ojos se leía la traición, y defendido únicamente por un batallón de mujeres y por los alumnos de las Escuelas militares.
(…) Cuando volví sobre Petrogrado no contaba más que con quinientos o seiscientos cosacos y algunas piezas de artillería. La actitud de los cosacos era además sospechosa. (…) Los bolcheviques habían enviado emisarios a los cosacos con la promesa de que les dejarían volver libremente a sus hogares si me entregaban. (…) Las ratas abandonan los buques que van a hundirse. Un silencio de muerte reinó en torno mío durante toda la noche.
P.D. En el siguiente enlace proporcionado por la editorial Cambridge University Press se pueden encontrar las últimas novedades bibliográficas sobre la Revolución Rusa.
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