Excelente entrada de Barry Eichengreen recomendando cinco libros sobre la Gran Recesión de 2008 (entradas originales aquí y aquí).
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La crisis financiera de 2008 y la recesión subsiguiente dejaron al 10% del hemisferio norte más pobre de lo que habría estado sin ellas, en base a los pronósticos de renta previos. Para quienes quieran entender mejor este episodio, hace mucho que recomiendo cuatro libros, en particular: Manías, pánicos y cracs, del economista del siglo XX Charles P. Kindleberger; Esta vez es distinto, de Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff de la Universidad de Harvard; La gran crisis: Cambios y consecuencias, del analista económico del Financial Times Martin Wolf; y Salón de los espejos, de mi colega de la Universidad de California, Berkeley, Barry Eichengreen. Ahora, quiero agregar un quinto libro a la lista: A Crisis of Beliefs: Investor Psychology and Financial Fragility (Una crisis de creencias: Psicología y fragilidad financiera de los inversores), de los economistas Nicola Gennaioli y Andrei Shleifer.
A Crisis of Beliefs es importante por tres razones. Primero, ofrece una réplica a quienes sostienen que la década pasada fue un resultado inevitable de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. Muchos expertos siguen insistiendo en que la deflación de la burbuja desató la crisis financiera. Pero la realidad es que la burbuja ya se había desinflado sustancialmente antes de que estallara la crisis. Recordemos que a mediados de 2008, los precios de la vivienda habían regresado a los niveles respaldados por sus valores subyacentes —o inclusive habían bajado aún más— y el empleo y la producción en el sector de la construcción residencial había caído a niveles muy por debajo de la tendencia. La tarea de reequilibrar la valoración de activos y reasignar recursos económicos en todos los sectores ya se había realizado. Sin duda, todavía habría habido pérdidas de activos financieros por unos 750.000 millones de dólares en incumplimientos de pago de hipotecas de alto riesgo y préstamos hipotecarios. Pero eso es solamente un cuarto de lo que los mercados bursátiles globales perdieron en siete horas el 19 de octubre de 1987. En otras palabras, no habría sido suficiente como para hundir al sistema financiero global. Ben Bernanke, entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, parecía confiado en el verano de 2008 en que la corrección en los precios de la vivienda no había desatado ninguna crisis financiera inmanejable. En aquel momento, estaba sobre todo concentrado en los peligros de la creciente inflación. Y luego el mundo se vino abajo. La razón, demuestran Gennaioli y Shleifer, es que las creencias cambiaron. Los inversores llegaron a la conclusión de que los mercados financieros estaban agobiados por un riesgo sumamente elevado, debido a una serie de factores. El mercado interbancario se había congelado, los propietarios de viviendas dejaban de pagar sus hipotecas, Bear Stearns había colapsado, el Tesoro de Estados Unidos había intervenido para controlar a Freddie Mac y Fannie Mae y, por sobre todo, Lehman Brothers se había declarado en quiebra. Todo esto condujo al rápido hundimiento del sistema bancario, tanto el oficial como el que existía en la sombra, en tanto los inversores se agolparon para desprenderse de los activos que tenían. El mayor riesgo que habían atribuido al sistema se hizo realidad. Al igual que las enfermeras de guardia en una sala de emergencia, rápidamente evaluaron al paciente y se dejaron llevar por su diagnóstico inicial como si no hubiera otra opción. Y, sin embargo, ninguna de las consecuencias de la crisis fue inevitable. Si la Fed hubiera tenido planes de contingencia para poner a instituciones demasiado grandes para quebrar bajo administración judicial, y hubiera asumido su papel como prestamista de último recurso, probablemente hoy estaríamos viviendo en un mundo muy diferente. A diferencia de quienes miran hacia atrás y concluyen que todo fue una consecuencia inevitable de la burbuja inmobiliaria, Gennaioli y Shleifer reconocen el papel central que jugó la contingencia en la crisis y sus posteriores secuelas.
La segunda aportación importante de Gennaioli y Shleifer es demostrar que las “crisis de creencias” como la que precipitó el desastre de 2008-2009 están profundamente arraigadas en la psicología humana, a tal punto que nunca nos libraremos de ellas. Por ende, ni las políticas prudenciales ni las medidas de respuesta a las crisis deberían tratar estos episodios como casualidades o excepciones extraordinarias. Las crisis de creencias son manifestaciones de un malestar crónico que debe manejarse. En consecuencia, los bancos centrales y las autoridades fiscales no deberían utilizar el fin de una crisis como excusa para dar un paso atrás o soltar el volante. Cuando las ideas y el contexto han cambiado de manera permanente, no deberíamos esperar que el mismo cóctel de políticas que favoreció el pleno empleo, la baja inflación y el crecimiento equilibrado antes de la crisis siga funcionando después. Es más, las semillas de la próxima secuencia de Kindleberger —desplazamiento, optimismo, entusiasmo, crac, pánico, rechazo, descrédito— ya han sido plantadas por las mismas políticas que fueron necesarias para enfrentar la última recesión.
La tercera razón por la que el libro de Gennaioli y Shleifer es importante es más técnica y se aplica directamente al campo de la economía. Los economistas han reconocido hace mucho tiempo que exigirle a un agente económico que tenga expectativas racionales del futuro tiende a generar modelos que son profundamente inaplicables en el mundo real. Pero, hasta ahora, ninguna estrategia alternativa ha ganado terreno. El esquema que compara a los inversores a las enfermeras de guardia de Gennaioli y Shleifer debería ser tenido en cuenta a la hora de construir modelos. Desde hace diez años, la gente le viene buscando el lado positivo a los desastres de 2008-2018, con la esperanza de que este período dé lugar a una integración más productiva de las finanzas, la economía conductual y la ortodoxia macroeconómica. Hasta ahora, han estado buscando en vano. Pero con la publicación de A Crisis of Beliefs, todavía hay esperanza.
A Crisis of Beliefs es importante por tres razones. Primero, ofrece una réplica a quienes sostienen que la década pasada fue un resultado inevitable de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. Muchos expertos siguen insistiendo en que la deflación de la burbuja desató la crisis financiera. Pero la realidad es que la burbuja ya se había desinflado sustancialmente antes de que estallara la crisis. Recordemos que a mediados de 2008, los precios de la vivienda habían regresado a los niveles respaldados por sus valores subyacentes —o inclusive habían bajado aún más— y el empleo y la producción en el sector de la construcción residencial había caído a niveles muy por debajo de la tendencia. La tarea de reequilibrar la valoración de activos y reasignar recursos económicos en todos los sectores ya se había realizado. Sin duda, todavía habría habido pérdidas de activos financieros por unos 750.000 millones de dólares en incumplimientos de pago de hipotecas de alto riesgo y préstamos hipotecarios. Pero eso es solamente un cuarto de lo que los mercados bursátiles globales perdieron en siete horas el 19 de octubre de 1987. En otras palabras, no habría sido suficiente como para hundir al sistema financiero global. Ben Bernanke, entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, parecía confiado en el verano de 2008 en que la corrección en los precios de la vivienda no había desatado ninguna crisis financiera inmanejable. En aquel momento, estaba sobre todo concentrado en los peligros de la creciente inflación. Y luego el mundo se vino abajo. La razón, demuestran Gennaioli y Shleifer, es que las creencias cambiaron. Los inversores llegaron a la conclusión de que los mercados financieros estaban agobiados por un riesgo sumamente elevado, debido a una serie de factores. El mercado interbancario se había congelado, los propietarios de viviendas dejaban de pagar sus hipotecas, Bear Stearns había colapsado, el Tesoro de Estados Unidos había intervenido para controlar a Freddie Mac y Fannie Mae y, por sobre todo, Lehman Brothers se había declarado en quiebra. Todo esto condujo al rápido hundimiento del sistema bancario, tanto el oficial como el que existía en la sombra, en tanto los inversores se agolparon para desprenderse de los activos que tenían. El mayor riesgo que habían atribuido al sistema se hizo realidad. Al igual que las enfermeras de guardia en una sala de emergencia, rápidamente evaluaron al paciente y se dejaron llevar por su diagnóstico inicial como si no hubiera otra opción. Y, sin embargo, ninguna de las consecuencias de la crisis fue inevitable. Si la Fed hubiera tenido planes de contingencia para poner a instituciones demasiado grandes para quebrar bajo administración judicial, y hubiera asumido su papel como prestamista de último recurso, probablemente hoy estaríamos viviendo en un mundo muy diferente. A diferencia de quienes miran hacia atrás y concluyen que todo fue una consecuencia inevitable de la burbuja inmobiliaria, Gennaioli y Shleifer reconocen el papel central que jugó la contingencia en la crisis y sus posteriores secuelas.
La segunda aportación importante de Gennaioli y Shleifer es demostrar que las “crisis de creencias” como la que precipitó el desastre de 2008-2009 están profundamente arraigadas en la psicología humana, a tal punto que nunca nos libraremos de ellas. Por ende, ni las políticas prudenciales ni las medidas de respuesta a las crisis deberían tratar estos episodios como casualidades o excepciones extraordinarias. Las crisis de creencias son manifestaciones de un malestar crónico que debe manejarse. En consecuencia, los bancos centrales y las autoridades fiscales no deberían utilizar el fin de una crisis como excusa para dar un paso atrás o soltar el volante. Cuando las ideas y el contexto han cambiado de manera permanente, no deberíamos esperar que el mismo cóctel de políticas que favoreció el pleno empleo, la baja inflación y el crecimiento equilibrado antes de la crisis siga funcionando después. Es más, las semillas de la próxima secuencia de Kindleberger —desplazamiento, optimismo, entusiasmo, crac, pánico, rechazo, descrédito— ya han sido plantadas por las mismas políticas que fueron necesarias para enfrentar la última recesión.
La tercera razón por la que el libro de Gennaioli y Shleifer es importante es más técnica y se aplica directamente al campo de la economía. Los economistas han reconocido hace mucho tiempo que exigirle a un agente económico que tenga expectativas racionales del futuro tiende a generar modelos que son profundamente inaplicables en el mundo real. Pero, hasta ahora, ninguna estrategia alternativa ha ganado terreno. El esquema que compara a los inversores a las enfermeras de guardia de Gennaioli y Shleifer debería ser tenido en cuenta a la hora de construir modelos. Desde hace diez años, la gente le viene buscando el lado positivo a los desastres de 2008-2018, con la esperanza de que este período dé lugar a una integración más productiva de las finanzas, la economía conductual y la ortodoxia macroeconómica. Hasta ahora, han estado buscando en vano. Pero con la publicación de A Crisis of Beliefs, todavía hay esperanza.
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