Premio Fronteras Conocimiento 2015, Cooperación al Desarrollo |
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Una hora de conversación con Martin Ravallion (Sídney, 1952) es lo más parecido a un libro de macroeconomía abierto por dos páginas: la de la desigualdad y la de las fallas del capitalismo del siglo XXI. Padre del baremo de un dólar diario como línea global de pobreza cuando era economista del Banco Mundial —donde años después dirigió su prestigioso grupo de investigación para el desarrollo—, es desde 2013 profesor de la Universidad de Georgetown (EE UU). Ravallion, instalado desde hace años entre los 100 economistas más reconocidos del mundo según la clasificación de Ideas-Repec, sabe bien el significado de la desigualdad: nació en el seno de una familia de bajos ingresos y ha vivido en carne propia lo que significa vivir con estrecheces y decidir que “no quería ser pobre” nunca más, según reconoció cuando recibió el premio Fronteras del Conocimiento BBVA, en 2016. “Todos mis papers son demasiado aburridos”, dice entre risas a Negocios poco después de pronunciar una conferencia organizada por Oxfam en El Colegio de México. No es cierto: el australiano es uno de los especialistas que mejor explica, con palabras al alcance de todos, por qué la inequidad es uno de los grandes problemas globales de nuestros tiempos (entrevista en 2013, aquí).
Pregunta. La pobreza extrema ha caído con fuerza en las últimas décadas, pero la desigualdad ha opacado esa buena noticia.
Respuesta. La desigualdad global,
entendida como aquella entre todos los habitantes del planeta y en
términos relativos, también ha caído. No tanto como la pobreza, pero ha
caído. Y eso es algo que suele confundir a la gente.
P. Cito un reciente estudio del Banco Mundial, que
usted conoce bien: “El descenso en la tasa de pobreza se ha ralentizado,
aumentando así la preocupación sobre la consecución del objetivo de
terminar con la pobreza extrema en 2030”. ¿Qué está ocurriendo?
R. Parte de esto tiene que ver con la ralentización
(económica) en África y con que la reducción de la pobreza tuvo que ver
en buena medida con el boom de las materias primas,
que se ha frenado. Pero son cosas que fluctúan, y creo que no
deberíamos hacer un gran problema de esto: estamos en la línea, siempre y
cuando no haya otra crisis financiera global, para cumplir con el
objetivo del propio Banco Mundial de bajar hasta el 3% de pobreza
extrema global en 2030. Aunque, claro, estoy sesgado porque poner esa
cifra fue una de las últimas cosas que hice en el Banco Mundial (risas). Si tomamos el objetivo de desarrollo sostenible (de Naciones Unidas) de
“eliminar la pobreza” como alcanzar el 0%, eso no va a ocurrir sin un
gran cambio en las políticas: al ritmo actual tomará 200 años.
P. Pero incluso eliminar la pobreza extrema no
quiere decir que vaya a dejar de haber millones de personas en una
situación de miseria.
R. No, ni mucho menos. La línea de 1,90 dólares al día es realmente baja: imaginemos lo poco que se puede comprar con esa cantidad.
P. La desigualdad ha irrumpido en la agenda, pero ¿se habla suficiente de ella?
R. No, deberíamos hablar más y hacerlo de manera más
específica. Centrarnos menos en estadísticas y más en aspectos
concretos que puedan atraer la atención (de la sociedad) y nos movilicen
a la acción. Aunque la desigualdad está atrayendo una mayor atención,
la pobreza siempre ha dominado el debate. “Pobreza” es una palabra
popular y “desigualdad” no, pero, en parte, esto está cambiando: la
pobreza se está convirtiendo en un tema respetable en la literatura
académica y la sociedad es cada vez más consciente.
P. ¿Debe preocuparnos la evolución reciente en América Latina?
R. Sí. La situación de la pobreza es mucho mejor que en otras regiones, como el África subsahariana, pero su evolución está siendo peor. La desigualdad en Latinoamérica
es muy alta y eso es un problema, tanto para el crecimiento económico
como para la lucha contra la pobreza. Y la falta de consenso en torno a
ese punto es un gran problema: hay mucha complacencia y mucha retórica
falsa. ¿Es toda la desigualdad siempre mala? No, no es cierto. Hay
niveles de desigualdad que son positivos en términos de incentivos, para
el crecimiento y para la propia reducción de la pobreza. Pero este
grado de desigualdad, como la desigualdad racial o de género, es
inaceptable y debemos construir un consenso en torno a ello.
P. ¿Cómo?
R. Hay que enseñar más a la gente cuán costosa es la
desigualdad. No solo es ética y moralmente repulsiva: también es una
mala noticia para el crecimiento económico. Si no gestionas bien la
desigualdad no tendrás mucho crecimiento y tampoco aprovecharás los
beneficios del mismo. Todo está conectado.
P. Hay un consenso casi total en torno a la idea de
que la pobreza es negativa y debe ser enfrentada, pero no existe el
mismo consenso en torno a la desigualdad. ¿Por qué algunos todavía ven
en la desigualdad un catalizador del crecimiento?
R. Mucha gente apela a la idea de que en un mundo
sin desigualdad no habría incentivos y, como decía, hay algo de verdad
en esa afirmación. Pero el objetivo no debe ser la desigualdad cero,
sino la pobreza cero. El objetivo debe ser un nivel de desigualdad
manejable, aceptable, que no se perpetúe. Sigue habiendo economistas que
no prestan atención a los temas de distribución del ingreso: nunca vas a
conseguir que toda la academia esté de acuerdo en algo. Pero no creo
que nadie pueda mirar a la literatura disponible hoy y estar en
desacuerdo en el hecho de que la desigualdad es un freno para el
crecimiento. Hace 15 o 20 años, la mayoría de economistas pensaba
únicamente en la eficiencia y decía que la desigualdad era positiva para
el crecimiento: de nuevo, depende de los niveles de desigualdad de los
que estemos hablando, pero ahora ya son pocos. Que El Capital en el siglo XXI de Thomas Piketty, un libro sobre desigualdad, sea el título de economía más vendido de siempre indica algo.
P. ¿Cuál sería desigualdad “aceptable”?
R. No lo sé: sabemos cuándo es muy alta, como en muchos países latinoamericanos hoy, y cuándo es muy baja, como en la extinta Unión Soviética, en la China previa a los años ochenta. Y también cuándo nos movemos en la dirección correcta.
P. Pensemos en un índice como el de Gini. ¿En qué punto debería estar la inequidad para que fuese “manejable”?
R. No me centraría tanto en los índices, sino en las
causas: que haya una buena atención sanitaria, que las guarderías y las
escuelas sean decentes, que los jóvenes puedan estudiar en la
Universidad y desarrollar todo su potencial... Esas son las cosas que
verdaderamente importan: hay que enfocarse en las políticas más que en
los índices y las tasas. También borrar la idea de que si quieres
reducir la desigualdad eres comunista: me gustaría que el capitalismo
funcionase para todo el mundo. Y no veo que eso suceda.
P. La pregunta del millón: ¿cómo podemos hacer que el capitalismo funcione para todos?
R. Sobre todo, asegurando que el terreno de juego
está mucho más nivelado: tratando de minimizar la desventaja de los
niños que nacen en familias pobres. Y eso requiere una intervención
desde las edades más tempranas: necesitamos políticas que corrijan esa
inequidad desde el principio.
P. Pero ve posible un capitalismo que funcione para todos.
R. Absolutamente. ¿Quién dijo aquello de que el
capitalismo es una idea terrible, pero mejor que todas las demás? No
adoro el capitalismo, pero creo que no hay ningún otro sistema que se
pueda equiparar a la economía de mercado. Dicho esto, el capitalismo de
hoy no es el mismo del que hablaba Adam Smith:
se ha vuelto menos competitivo y mucho más dominado por monopolios.
Deberíamos estar preocupados por ello: ¿cómo luce la competencia en la
industria tecnológica, por ejemplo? El tipo de cosas que un capitalismo
verdaderamente competitivo puede lograr son increíbles, pero para eso
tenemos que asegurarnos de que la competencia se mantiene y de que se
maneja bien la desigualdad. Y para eso hacen falta buenas políticas.
P. ¿Hemos aprendido de los errores de políticas públicas cometidos en el pasado?
R. No. Es muy frustrante ver la falta de atención
que le ponemos a la evaluación de las políticas. En parte, porque casi
todos los políticos no quieren escuchar que sus programas no funcionan
bien y en parte porque muchas veces esos programas son demasiados
inflexibles. Se ha avanzado mucho en la evaluación del impacto de estos
planes en los últimos 20 años, pero que eso llegue al proceso político
es el mayor desafío.
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