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No es la primera vez, ni será la última que en este blog se recomiendan los libros y las reflexiones del historiador José Álvarez-Junco. Reproduzco de forma íntegra el artículo La Carga del Pasado que este domingo (12 de octubre de 2014) ha publicado en El País. Excelente.
José Álvarez Junco publicó en 2002
Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX sobre cómo se formó España alrededor de la monarquía y el
catolicismo. Dicha idea se reforzó a principios de la edad contemporánea
con
la llamada 'guerra de independencia' contra los franceses (Guerras
Napoleónicas). Sin embargo, esta idea se vio obstaculizada relativamente pronto debido a la
inestabilidad política, el atraso económico, la pérdida del imperio y la
inexistencia de amenazas exteriores. Pero había más factores: la carencia de
un sistema educativo y un servicio militar
verdaderamente nacionales, además de los interminables debates entre
liberales y conservadores sobre el sentido político de la identidad
española. La derrota contra EEUU en 1898 (pérdida de Cuba, Puerto Rico y
Filipinas) provocó una última crisis de identidad, de la cual surgieron
los proyectos nacionalistas periféricos. Recientemente ha publicado Las historias de España (2013). Recomiendo la siguiente entrevista. Más reflexiones de Álvarez Junco aquí.
La Carga del Pasado
Hace solo veinte, o incluso diez, años, España parecía haber superado
muchos de los problemas que habían mantenido al país hundido en un
atraso secular. Un atraso relativo, solo comparado con Inglaterra,
Francia o Alemania, pero vivido como muy humillante por nuestros
bisabuelos, que creían en pueblos o razas superiores e inferiores y no
podían admitir compararse con Polonia, Turquía o Marruecos. Mirándose en
el espejo de la Europa avanzada, las generaciones del 98 o del 14 se
angustiaron y desesperaron ante lo que percibieron como país pobre,
dividido entre unos pocos latifundistas con ínfulas nobiliarias y unos
millones de braceros toscos e ignorantes; con unos períodos de
efervescencia política seguidos por otros en que reinaba el orden
gracias a la fuerza, el caciquismo y el falseamiento del sufragio; sometido a una influencia clerical
desmesurada incluso para el mundo católico y a un intervencionismo
militar que se traducía en constantes pronunciamientos y dictaduras; y
enfrentado con el nuevo desafío catalán y vasco.
Ese inestable cóctel llevó, tras muchos zig-zags, al baño de sangre
de 1936-39. Pero pareció superado al terminar el largo período
franquista, con una Transición relativamente fácil. No seré yo quien
reniegue de la Transición. Pero sí del clima triunfalista que generó. De
repente, pareció que todo iba bien: habíamos resuelto nuestros
problemas —salvo el territorial—: ni éramos pobres ni dominaban ya
militares, curas y latifundistas. Sacábamos pecho. Éramos un país
europeo, “normal”. Hablábamos del “milagro español”. Celebrábamos con
toda pompa los fastos del 92. Nuestros ferrocarriles y carreteras deslumbraban ahora a los europeos, que
hacía nada de tiempo estaban a años luz de nosotros —era en parte
gracias al dinero europeo, pero eso mejor olvidarlo—. Nuestra renta per cápita
iba a superar a la italiana, luego a la británica, y era cuestión de
tiempo alcanzar a franceses y alemanes. En cuanto a nuestra democracia,
quién podía ponerle un pero. Qué importaba que en Inglaterra o Estados
Unidos hubiera tardado siglos en formarse y la nuestra fuera de ayer y
poco menos que caída del cielo.
Pero no hay milagros. La Transición, con todas sus virtudes, se hizo
sin cumplir un requisito que hubiera preocupado a un Giner de los Ríos:
la preparación pedagógica indispensable para cualquier avance político.
Es verdad que en el mundo clandestino del antifranquismo se había ido
creando una cierta cultura democrática, pero estaba cargada de rasgos
jacobinos o inquisitoriales; no se interiorizaron los valores de
libertad, de respeto al otro, de convivencia con el disidente. Faltó ese
saber ser libres que no se establece por decreto, como se establecen
las convocatorias electorales, sino que se aprende con tiempo, esfuerzo y
duros golpes al dictador que todos llevamos dentro.
Una función pedagógico-política de este tipo podía haber cumplido la malhadada Educación para la Ciudadanía, pero esta se enfocó por otros derroteros, más sofisticados, más provocadores frente a la moral católica tradicional, menos centrados en lo que aquí necesitamos: aprender a debatir, a escuchar al discrepante, a practicar la libertad de manera responsable; es decir, a hacer exactamente lo contrario de lo que hacen los tertulianos o los reality shows televisados. Mi generación no pudo leer a Giner de los Ríos o a John Stuart Mill. Para las siguientes, se decidió que no hacía falta (y ahora el Gobierno suprime, sin más, la educación cívica). Y eso se paga.
Una democracia que no se asienta sobre una ciudadanía educada y
consciente de sus derechos es necesariamente de mala calidad. Porque el
ciudadano sin formación política tiende a cometer errores de bulto. Uno
de los primeros es caer en el populismo, que consiste en aceptar la
ingenua idea de que el pueblo es bueno y que todo iría bien si se
hiciera lo que él quiere o intuye; los culpables de nuestros males son
los dirigentes, “los políticos”. Lo cual elimina la responsabilidad de
la ciudadanía, pese a ser ella quien ha generado y ha elegido a estos. Y
conduce a un segundo error: poner desmesuradas esperanzas en un líder o
un partido, sentarse a esperar redentores, políticos fuertes y honestos
que, sin esfuerzo por nuestra parte, nos resolverán los problemas. Lo
cual provoca enseguida el desencanto. El elector defraudado gira
entonces al otro extremo y empieza a denigrar al que ayer veneraba.
Ortega lo escribió: hay que “desterrar, podar del alma colectiva, la
esperanza en el genio, que viene a ser una manifestación del espíritu de
la lotería. (…) Prefiero para mi patria la labor de cien hombres de
mediano talento, pero honrados y tenaces, que la aparición de ese genio,
de ese Napoleón que esperamos”.
¿Cómo pudimos creer que, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos
superado un pasado tan duro, que toda nuestra herencia cultural había
desaparecido por arte de magia? El ser humano se comporta según le
enseña el entorno en que crece. Lo cual de ningún modo significa que
estemos sometidos a un destino fatal, que el pasado sea una losa
imposible de levantar. Sobran los ejemplos de cambios; el cambio existe,
es incluso inevitable en la historia; pero las herencias y las
continuidades, también.
Que el cambio era posible se demostró durante la Transición. Un
exfalangista, joven, listo y ambicioso, comprendió que era inevitable
desmantelar el régimen y lo hizo en relativamente poco tiempo. Un rey,
joven también y menos corto de lo que creíamos, entendió que las
circunstancias no le permitían comportarse como su abuelo. Los
dirigentes de la oposición renunciaron a los maximalismos revolucionarios a cambio de un sistema democrático parlamentario. Los
dirigentes actuaron, pues, de manera sensata. Pero muchos problemas
heredados quedaron en pie.
Dejando de lado los aspectos económicos, que no son mi campo, y
ciñéndome a lo institucional y cultural, no era lógico pensar que unos
funcionarios, jueces, militares o policías que habían aprendido a
desempeñar sus tareas en un régimen de sumisión, halago al jefe y
cultivo de clientelas, iban a convertirse en impecables servidores de la
ley y el bien público sin necesidad de ningún tipo de reciclaje. Ni que
unos ciudadanos que habían obedecido durante siglos por puro miedo al
castigo, una vez suavizado este y sin aprendizaje alguno iban a
interiorizar y cumplir las normas de convivencia. Ni que los propios
políticos que condujeron la Transición iban a dejar de aprovechar el
entorno y los reflejos heredados para recaer en el clientelismo y el
autoritarismo. Ni que un país con tan pobre tradición científica iba a
empezar a tener, sin un enorme esfuerzo de inversión y nuevos métodos de
enseñanza y de selección del personal, tantos premios Nobel de Física o
Medicina como otros donde se había cultivado la ciencia durante siglos.
Ni que profesores para quienes una clase consistía en recitar un
monólogo ante un grupo de oyentes pasivos, que debían repetirlo luego
memorizado en un examen, iban de repente a saber incentivar la lectura,
fomentar la participación de sus estudiantes y debatir y pensar juntos.
Ni que una ciudadanía acostumbrada a escabullirse de la hacienda
pública, y a admirar a los defraudadores, iba a pagar honradamente sus
impuestos. Ni que quienes habían crecido al amparo de caciques no iban a votar, ahora que podían votar, a alcaldes corruptos pero que traían dinero al pueblo.
No estoy recetando un retorno a la literatura del “Desastre” y al
“problema de España”, a la autoflagelación y al ensayismo fácil sobre
caracteres colectivos de raíz metafísica. Una dosis de pesimismo es lo
que menos necesitamos ahora. En la España actual hay datos positivos,
como el que nadie cuestione la legitimidad de la democracia; o que no
haya una extrema derecha populista, al contrario que en nuestra siempre
envidiada Francia; o el carácter pacífico del proceso catalán —por ambas
partes; y pese a las pasiones que levanta—; o la insólita
transformación de nuestras fuerzas armadas. Construyamos sobre esos
datos.
No hay que ser fatalistas, pero tampoco ingenuos. Evitemos la ilusión
milagrera. Las ataduras del pasado son superables, pero para desligarse
de ellas hay que reconocer su existencia y realizar un gran esfuerzo.
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