Recientemente la Unión Europea (UE) ha recibido el Premio Princesa de la Concordia 2017 debido a que ha contribuido a difundir valores como la libertad, los derechos humanos y la solidaridad. Determinados sectores políticos han criticado este premio (por ejemplo, aquí) debido fundamentalmente a su política migratoria. Es cierto, que la UE debe mejorar su exceso de burocracia, su política con los refugiados y/o las diferencias económicas entre sus miembros. En mi opinión, hay que aceptar con fairplay todas estas críticas para seguir avanzando hacia una Europa más fuerte y solidaria en todos los sentidos. Sin embargo, basta repasar la historia de Europa desde 1914 para afirmar que prácticamente nadie hubiera apostado porque en la actualidad existiera una Unión Europea con 27 estados miembros (excluyendo a Gran Bretaña). A tales efectos, se puede leer el fantástico libro de Keith Lowe que disecciona lo que era Europa entre 1945 y 1950 al acabar la Segunda Guerra Mundial (II GM): un Continente Salvaje donde todo valía (más detalles aquí). Más recientemente (abril 2017), me gustaría recomendar el libro de Robert Gerwarth: Los vencidos. Por qué la Primera Guerra Mundial no concluyó del todo (1917-1923). Gerwarth ha escrito un libro magnífico, excelente sobre lo que sucedió en los países que perdieron la Primera Guerra Mundial (I GM).
El panorama era desolador. Según el autor (p. 30), “la Europa de posguerra, durante el periodo que va desde la conclusión oficial de la Gran Guerra, en 1918 hasta la firma del Tratado de Lausana, en julio de 1923, fue el lugar más violento del planeta. Aunque no contabilicemos los millones de personas que fallecieron a causa de la pandemia de gripe española entre 1918 y 1920, ni los cientos de miles de civiles de la zona comprendida entre Beirut y Berlín que murieron de hambre como consecuencia de la decisión de los Aliados de mantener el bloqueo económico tras el fin de las hostilidades, más de cuatro millones de personas -una cifra superior a la suma de víctimas mortales de Gran Bretaña, Francia y EEUU durante la guerra- fallecieron a consecuencia de los conflictos armados en la Europa de posguerra. Por añadidura, millones de refugiados empobrecidos procedentes de Europa Central, Oriental y Meridional vagaban por el paisaje de Europa Occidental, arrasado por la guerra, en busca de seguridad y de una vida mejor”.
El panorama era desolador. Según el autor (p. 30), “la Europa de posguerra, durante el periodo que va desde la conclusión oficial de la Gran Guerra, en 1918 hasta la firma del Tratado de Lausana, en julio de 1923, fue el lugar más violento del planeta. Aunque no contabilicemos los millones de personas que fallecieron a causa de la pandemia de gripe española entre 1918 y 1920, ni los cientos de miles de civiles de la zona comprendida entre Beirut y Berlín que murieron de hambre como consecuencia de la decisión de los Aliados de mantener el bloqueo económico tras el fin de las hostilidades, más de cuatro millones de personas -una cifra superior a la suma de víctimas mortales de Gran Bretaña, Francia y EEUU durante la guerra- fallecieron a consecuencia de los conflictos armados en la Europa de posguerra. Por añadidura, millones de refugiados empobrecidos procedentes de Europa Central, Oriental y Meridional vagaban por el paisaje de Europa Occidental, arrasado por la guerra, en busca de seguridad y de una vida mejor”.
La I GM (1914-18) acabó con cuatro imperios: el Imperio Ruso de los Romanov, el Imperio Austrohúngaro de los Habsburgo, el Imperio Otomano y el Imperio Alemán de los Hohenzollern (únicamente subsistieron el Imperio Británico y el Imperio Francés, constituyendo a corto plazo una de las claves del fracaso de la Sociedad de Naciones proyectada por Wilson). Sin apenas pausa, entre 1917 y 1923 se solaparon guerras civiles, revoluciones, contrarrevoluciones y conflictos fronterizos entre los estados emergentes que sumieron a Europa en un auténtico caos.
De forma muy sucinta, el autor identifica tres tipos de conflictos en Europa durante la posguerra de la I GM. En primer lugar, se asistió al estallido de conflictos entre los ejércitos nacionales, regulares o en vías de formación, de distintos países. Así, por ejemplo, la guerra polaco-soviética (1919-21) produjo más de 250,000 víctimas entre muertos y desaparecidos, el conflicto greco-turco (1919-22) ocasionó más de 200,000 bajas militares, o la invasión de Hungría por Rumania. Incluso la efímera independencia de Ucrania en 1918 aparece constantemente hoy en día como una de las claves para explicar la actual guerra entre Ucrania y la Rusia de Putin. Pero además la creación de nuevos estados -como Polonia, Checoslovaquia, el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (futura Yugoslavia) y los estados bálticos de Lituania, Estonia y Letonia- en las zonas geográficas donde la desintegración de los imperios austrohúngaro, ruso, alemán y otomano fue más problemática creó un caldo de cultivo para que estos nuevos estados consolidasen o expandieran por la fuerza su territorio. No sin razón, el gran escritor austríaco Joseph Roth afirmó que (…) En cuanto el emperador diga adiós, nos desintegraremos en cien pedazos. Todos los pueblos montarán sus propios estaditos miserables. (…) El nacionalismo es la nueva religión (La Marcha Radetzky, 1932).
Refugiados del Ejército Blanco en Crimea, detalles aquí |
En segundo lugar, entre 1917 y 1923 se produjeron guerras civiles en Rusia, Finlandia, Hungría, Irlanda y en ciertos lugares de Alemania. La Guerra Civil de Finlandia en 1918 exterminó a más del 1% de la población en menos de seis meses. La Guerra Civil Irlandesa (1922-23) aceleró la división de Irlanda, las actividades terroristas del IRA (archivo NY Times aquí) y la represión británica hasta el 10 de abril de 1998 en que se firmaron los Acuerdos de Viernes Santo por los cuales se reguló el proceso para el desarme de los grupos paramilitares, el encaje del Ulster y la excarcelación de los denominados “presos políticos” por los partidos norirlandeses (un breve resumen aquí). En el caso particular de Rusia todo se amplifica. Lenin luchó contra el Ejército Blanco, los kulaks, los anarquistas, los socialistas moderados o todo aquel que estuviese en contra del movimiento bolchevique. Al mismo tiempo, tuvo que hacer frente a las tropas de intervención de los Aliados que acudieron a apoyar al Ejército Blanco y a las decenas de miles de soldados alemanes de los Freikorps que vagaron por el Báltico a partir de 1918 que lucharon con (y contra) los nacionalistas letones y estonios en busca de territorios; amén de librar una guerra con Polonia y reprimir la secesión de las repúblicas de los territorios fronterizos occidentales y del Cáucaso. En suma, al cabo de dos revoluciones y de siete años ininterrumpidos de conflictos armados, en 1921 Rusia se encontraba en ruinas. Además de los 1,7 millones de muertos motivados por la I GM, habría que añadir a más de 3 millones de personas que murieron durante la Guerra Civil, y aproximadamente a otros 2 millones debidos a la gran hambruna de 1921-22 (provocada por años de combates y por varias sequías seguidas durante los años anteriores). En conjunto, a consecuencia de la guerra civil, las expulsiones, la inmigración y la hambruna, la población de los territorios que pasaron oficialmente a formar parte de la URSS en 1922 se redujo en más de 10 millones, pasando de 142 millones en 1917 a 132 en 1922. Dantesco.
En tercer lugar, los conflictos también se debieron a las revoluciones sociales y nacionales. El final de la I GM vino acompañado de revoluciones y cambios violentos de régimen en todos los países que fueron derrotados al acabar dicho conflicto. En este contexto, el autor identifica (i) conflictos de naturaleza sociopolítica, en busca de una redistribución del poder, de la tierra y de la riqueza como fue el caso de Rusia, Hungría, Bulgaria y Alemania (véase la Revolución de Noviembre de 1918). Pero al unísono se produjeron (ii) revoluciones nacionales en las zonas más inestables de los imperios austrohúngaro, ruso, alemán y otomano ya que aspiraban a consolidarse en Estados, inspirados por la idea de autodeterminación nacional. Por si fuera poco, en Oriente Próximo, el final de la I GM propició que las naciones vencedoras se inventaran naciones como Irak y Jordania o que los británicos pusieran las semillas para el comienzo del conflicto en Palestina, al apoyar al mismo tiempo a los árabes mientras luchaban contra el Imperio Otomano y paralelamente incentivar el establecimiento en Palestina de un hogar para el pueblo judío (Declaración Balfour). De hecho, en la política de posguerra de la I GM (véase Conferencia de El Cairo, 1921) están muchos de los antecedentes y razones de los actuales conflictos en Siria e Irak.
Todo lo que escriba es poco. En mi opinión, conviene muy mucho leer el excelente libro de Robert Gerwarth, Los Vencidos. Una reflexión final. Todo lo que sucedió en Europa entre 1917 y 1923 es prácticamente una broma comparado con lo que aconteció entre 1945 y 1950 al finalizar la II GM. Europa se suicidó en 1914. En 1950 nació una nueva Europa fruto del totalitarismo de derechas e izquierdas, del nacionalismo (y/o patriotismo), del caos, la desolación, el genocidio y la barbarie. Jamás debemos olvidarlo. En 2017 tenemos una Unión Europea que obviamente no es perfecta y que sigue teniendo muchos defectos; no obstante, ha supuesto un avance tan superlativo y probablemente nada esperado para cualquier europeo que naciera entre 1930 y 1960, que debemos seguir seguir apostando por unos futuros Estados Unidos de Europa.
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